Alex Salebe

Horror para siempre

En este sinfín universal de violencia y sufrimiento hay imágenes icónicas que nos sacuden, nos zarandean, nos recuerdan que quejarnos por decreto en el plano más personal es una simpleza absurda.

Hace apenas una semana vimos la imagen de una militar española, la soldado Laura Domínguez, que después de acompañar  a una refugiada afgana embarazada, se despidió de ella con un sentido abrazo en la base aérea donde finalizó un capítulo más de su historia de miedo, también el capítulo, solo un capítulo, de otras 109 personas que salieron huyendo del terror en ese mismo vuelo.

La militar lo definió como un gesto de sororidad entre dos mujeres, de afecto entre dos féminas, una de ellas en clara situación de angustia arropada por otro ser humano que pretendía hacerle fuerte. Una imagen parecida a la que vimos en el contexto de la crisis migratoria del pasado mes de mayo en Ceuta cuando la voluntaria de Cruz Roja Luna Reyes intentaba tranquilizar con un abrazo a un  joven  africano que acababa de alcanzar a nado la playa del Tarajal totalmente fundido y empapado en agua y en llanto. Al menos, la chica  afgana y el chico senegalés no estuvieron condenados a la falta de un abrazo.

Imposible olvidar la imagen de 2015 del niño sirio Aylan, de tres años de edad, encontrado muerto, vestido y tendido bocabajo en una playa turca. El mar volvía a desnudarnos el drama y la crueldad del éxodo forzoso de miles de personas en busca de Europa.

La violencia, la pobreza extrema, la idea de asumir la responsabilidad del sustento de la familia, la falta de escolarización, y en el caso de muchas niñas, la escapatoria al abuso sexual o la estrategia para retrasar un matrimonio obligado, son las principales razones por las que 60 millones de niños y niñas emigraron a otro país o fueron desplazados por la fuerza a otras regiones de su propia nación, y solo en 2020, según el informe sobre género e inmigración que acaba de publicar el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Una estadística terrible y desesperanzadora porque son 10 millones más que en 2015.

Escuchar voces tan cerca que digan que “cualquier cosa es mejor que vivir en mi país” o que “ahora vivimos nuestro primer momento de libertad”, como lo han expresado jóvenes africanos llegados a las costas canarias, es para detenernos a pensar   un poquito.

Aparte de las razones de la huida, es un problema muy complejo para los países receptores de inmigración, focalizado en la necesidad inmediata de ofrecer atención sanitaria y albergue temporal y aclarar la situación jurídica de los extranjeros con la ayuda de ONGS que realizan un trabajo impagable.

Llegados a este punto vale la pena recordar una palabrita que se puso muy de moda por allá en los años ochenta: globalización. ¡Apertura de fronteras!, pero ¿para quién o quiénes?, pues para las empresas y mercados que aceleraron su expansión mundial, fomentando la interdependencia económica global con avances e innovación tecnológica sin límites para facilitar el intercambio de bienes y servicios, que por cierto, son pensados, elaborados y desarrollados por personas, por mucha tecnología que haya detrás.

Los principales actores de la globalización no son otros que empresas multinacionales, muchas que alimentan su producción con materias primas y hasta con recursos humanos de países pobres que no huelen las multimillonarias ganancias pero sí perciben el saqueo de sus recursos naturales, los bancos, por supuesto, que participan de cuantiosas operaciones e inversiones mientras en casa nos meten  sablazos descarados, y nada menos que tres entidades internacionales, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC), entre otros,  que facilitan las transacciones comerciales y financieras.

Recuerdo entonces la historia de las aves del escritor Eduardo Galeano que tuvo la feliz oportunidad de escuchar la  conversación  entablada entre un cocinero y aves de distintas especies. Resulta que el cocinero, muy democrático él, reunió a sus aves para preguntarles con qué clase de salsa querían ser comidas.  Una humilde gallina, en un intento de sublevación, respondió que ninguna de ellas quería ser comida de ninguna manera, pero el cocinero salió al paso advirtiendo que ese asunto estaba fuera de la discusión.

El escritor la describe como una simple metáfora del mundo actual que nos da el supremo derecho a elegir la salsa con que seremos comidos. El FMI es el ente que gobierna a los gobiernos, dirigido por cinco países, aunque el Banco Mundial, parece más democrático, no lo dirigen cinco, sino ocho países, mientras que la OMC sí que es democrática,  prácticamente no hay votación. Tres organismos que dirigen la humanidad.

Es cierto que la globalización permite acceso a la tecnología, la acción de las empresas en un mercado mucho más grande y la economía de escala para reducir costes, pero acaba con el pequeño comercio, fomenta la desigualdad dentro de cada país y entre países, favorece la privatización y explota sin contemplación el medio ambiente, todo esto amasando fortuna para pocos y llevándose a muchas personas de por medio. Y mientras se encuentra la fórmula del equilibrio, si es que interesa encontrarla, a los inmigrantes y no inmigrantes nos asiste el supremo derecho a elegir la salsa con que seremos comidos.

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