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De profesión: velar, curar y consolar

Las enfermeras de Lanzarote fueron, a lo largo del siglo XX, el verdadero sostén de hospitales y familias

Fotos: Memoria Digital de Lanzarote / Cedidas.
Myriam Ybot 0 COMENTARIOS 25/01/2020 - 08:43

Eran tiempos de cofia impoluta y almidonado delantal, cuando el blanco de sus vestiduras simbolizaba la higiene y transparencia en los cuidados, tal y como mandató la maestra Nigthtingale en 1860. Durante cien años y hasta hace no tanto, las enfermeras de Lanzarote, monjas y seglares, paliaban la falta de personal y de recursos con formación, afecto y una entrega sin límites.

“Cuando llegué del hospital del Pino a Lanzarote, con 21 años, me encontré con una falta de medios increíble, una plantilla escasa y poco interés de la población por su propia salud o la de los suyos salvo cuando llegaban a situaciones extremas. Recuerdo cómo me impresionaron los muchos casos de pacientes con delirium tremens, que hasta legionarios de Fuerteventura nos traían. Y era curioso, porque fuera de la Isla los aquejados por este mal ven bichos, pero aquí veían camellos”. Poco podía imaginar la madre de Severa Melián lo poco apropiado del nombre que eligió para su hija en 1948, a la vista de su chispeante personalidad, su generosa actitud vital y el impacto sobre los pacientes que le tocaron en suerte durante el último medio siglo.

La enfermera llegó a la Isla procedente de Gran Canaria con 21 años, un diploma que acreditaba sus conocimientos y el convencimiento de que la atención sanitaria y el cuidado de las personas enfermas eran su misión en la vida: “Mi promoción, la undécima de la Escuela Virgen del Pino, fue la última que recibió las plazas en propiedad directamente, sin oposición, tal era la necesidad de profesionales en las islas menores entonces. Me dieron a elegir entre Lanzarote o Fuerteventura y yo me vine al hospitalito de la Casa del Mar, que luego sería sustituido por el Virgen de Los Volcanes, hasta la inauguración del Hospital General”.

El recorrido de la sanidad pública en Lanzarote hasta hoy, cuando el Molina Orosa ha reventado ya por las costuras y reclama nuevas dependencias y espacios, es tortuoso y producto del empeño de unas pocas personas sensibilizadas por los padecimientos del pueblo llano. Según la información procedente del Archivo Histórico de La Villa, publicada por Francisco Hernández Delgado y María Dolores Rodríguez Armas, el primer hospital de Lanzarote se localizó en Teguise, capital de la Isla entonces, y fue obra de Agustín Rodríguez Ferrer, “dueño de la ermita del Espíritu Santo y junto a la cual construyó unas habitaciones”.En 1669 el centro sanitario funcionaba de modo provisional, hasta que se completó toda su estructura y mobiliario.

En el libro de fundación y propiedades de las capellanías relacionadas con la ermita del Espíritu Santo, se recogen varias notas que demuestran que estaba operativo antes de 1774, con una exigua plantilla integrada por un médico, una ayudante y un capellán encargado de administrar los sacramentos a los enfermos y celebrar las misas. La primera enfermera en tener nombre propio en los anales de la historia insular fue Catalina Rodríguez, colaboradora del doctor Basilio Podio.

Si entonces los doctores eran escasos y se dedicaban en mayor medida a las clases más pudientes en visitas domiciliarias, las enfermeras eran casi inexistentes, más allá del precedente de las parteras y matronas que se desplazaban a pie por la Isla para atender a las mujeres en los alumbramientos.

Un panorama tenebroso

Un siglo después, poco había cambiado el panorama: “Cuando uno empieza a ver cómo era la vida para las gentes más desfavorecidas desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el XX en Lanzarote, te encuentras con un panorama realmente tenebroso. Había una mortalidad infantil que rondaba el veinte o el treinta por ciento hasta los cinco años. Lanzarote sonaba y olía a muerte”.

La realidad de la sanidad en la Isla en aquel cambio de centuria, investigada en profundidad por el periodista Gregorio Cabrera para su obra biográfica José Molina Orosa. Luz en tiniebla, hace sencillo imaginar la importancia social de las primeras enfermeras que trabajaron en Lanzarote, más cerca entonces del voluntariado generoso y de la piedad caritativa que de la profesionalización y el manejo de conocimientos.

Las pioneras llegaron a la Isla en barco, bajo tocas y crucifijos, con el fin de aliviar los pesares del cuerpo y del alma de un solo golpe. Eras las Siervas de María, trasladadas por el Obispo por mor del empeño del párroco de la iglesia de San Ginés, Manuel Miranda Naranjo, fundador del hospital de Nuestra Señora de los Dolores.

En su edición del 2 de junio de 1902, el periódico Lanzarote recoge el caluroso recibimiento político y popular dispensado a las religiosas a su llegada a la Isla, con salvas de voladores, repique de campanas y ceremoniosos saludos de las autoridades.

Sin embargo, las penosas condiciones del hospitalito de pobres llevó a las Siervas de María a abandonar sus tareas de atención médica a los menesterosos en 1913, dejando el trabajo vacante hasta 1915, fecha en que llegaría la congregación de las Amantes de Jesús para continuar con la labor.

Desde entonces, un Lanzarote empobrecido, de pésimas condiciones higiénicas y con la salud de sus habitantes cada vez más deteriorada transitó la guerra y la posguerra hasta al año 1950, cuando se inauguró el Hospital Insular gracias a los esfuerzos y constantes reclamaciones del doctor José Molina Orosa. El equipo de religiosas enfermeras se repartió entre ambas instalaciones y se reforzó con nuevos fichajes destinados a atención de la tuberculosis.

La Casa del Mar

Al Hospital Insular del Cabildo se le sumaría, tres lustros después, la Casa del Mar Nuestra Señora del Carmen, perteneciente al Instituto Social de la Marina, acondicionada como hospital y hospedería para los marineros y pescadores y sus familias. El diario Antena, con la retórica propia de la época, trasladaba a sus lectores el 17 de diciembre de 1968 la emoción suscitada por aquella inauguración: “Cuando en las primeras horas de la tarde del viernes se desarrollaba el tan esperado acto de la inauguración oficial de la Casa del Mar en Valterra, se palpaba en las dependencias de su amplio y bellísimo salón de sesiones un ambiente tan densamente cargado de emociones, tan lleno de emotividades y de calor humano, que más de una de las altas autoridades allí presentes dieron rienda suelta a la sana expansión de sus sentimientos del alma y del espíritu, en el que las lágrimas, nobles y sinceras, se derramaron con abundancia y profusión”.

El artículo destaca también que la clínica, con capacidad de 20 camas “ofrece la novedad de ser atendida por cinco enfermeras formadas en Madrid, pertenecientes a la institución Salus Infirmorum”. Y como recuerda Seve Melián, “también había monjas de La Caridad, sor Concha o sor Tomasa, que estudiaron conmigo en El Pino”.

De aquella época, la sanitaria ya jubilada destaca el compañerismo, la complicidad y la vocación, que sustituía con creces la falta de medios y las extenuantes jornadas: “Recuerdo, en medio de la despedida de soltera de una amiga, en el restaurante Los Troncos, donde nos enteramos de un accidente gravísimo con heridos y ya no hubo más fiesta: todas salimos corriendo a Urgencias a ayudar. Y si alguna vez alguna se dormía, la jefa de enfermeras mandaba un guardia civil a la casa para que la despertara y no pasaba absolutamente nada. No había médico presente más que cuando le avisábamos; no había UVI ni cuidados intensivos, nos encargábamos nosotras de la atención permanente, día y noche. Así era el trabajo y así nos gustaba”.


La enfermera Seve Melián en Consultas Externas.

Los ébola de antes

Eran tiempos de cofia impoluta y almidonado delantal, en los que en Lanzarote muchas mujeres morían en el parto y los traslados hospitalarios se hacían en un avión estafeta del Ejército del Aire, un vuelo logístico de transporte de mercancías y personal al que subían las enfermeras con sus pacientes, a veces neonatos en incubadoras móviles y enganchados a un balón de oxígeno.

Al echar la vista atrás, Seve piensa en la desinformación generalizada respecto a enfermedades infecciosas, que atendían con la sola protección de una mascarilla o unos guantes. Y a veces, ni eso. “Muchas seguimos vivas porque Dios es grande” reflexiona al repasar los casos de VIH, tétanos o tuberculosis. Recuerda perfectamente la Marcha Verde, acción militar marroquí sobre el Sáhara que provocó un flujo de nuevos pacientes, “algunos con enfermedades letales que desconocíamos, los ébolas de antes”. O la silenciosa y destructiva lacra de la drogadicción, que se llevó por delante a tantos lanzaroteños, incluidos compañeros de trabajo.

“Nunca olvidaré a un niño de 14 años con meningitis, a cuya habitación pasábamos sin protección alguna a dispensarle la medicación según indicaba el doctor, que no estaba físicamente en el Hospital. Por fortuna, hoy tiene 56 años y es un buen amigo mío y de todas las enfermeras de entonces”, sonríe Seve.

El contacto que cura

No es el único. Si en algo insiste la sanitaria, que se resiste a dejar el Hospital y al que vuelve asiduamente con amigas en acompañamientos voluntarios, es en las bondades del trabajo “familiar”, que constituía una comunidad de amigos. Y que facilitaba al mismo tiempo la relación personal, afectiva, casi maternal con las personas enfermas. “He pasado 20 años en el quirófano, pero Consultas Externas es lo mejor que me ha pasado en la vida, porque el contacto directo y la  posibilidad de participar en tratamientos prolongados que se convierten en amistad, son impagables”, asegura.

Es tal vez esa cualidad de entrega al oficio de cuidar lo único que echa en falta en las jóvenes generaciones de enfermeras, “muy profesionales, con muchos conocimientos teóricos, pero que a veces se ocultan tras un ordenador o mantienen las distancias, cuando el contacto y el afecto son tan curativos como la mejor medicina”, sostiene.

Al mismo tiempo, reconoce que la actitud social ha cambiado y el antiguo respeto hacia las enfermeras y, en general, hacia el personal sanitario no se parece en nada a la agresividad y la impaciencia que se derrochan hoy en las salas de los ambulatorios y en los pasillos de los hospitales.

Algo a su juicio comprensible en una sanidad dedicada en buena parte a la atención preventiva: “Antes no había listas de espera; la gente iba al médico cuando ya no podía más. En la clínica vieja, los días de fútbol estábamos tranquilas hasta que se acababa el partido y empezaban a aparecer en tropel, con el niño que se había caído o con las toses o las fiebres”, relata con humor.

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